1991: Yo, profesora de una escuela pública, junto con mi grupo formado por mujeres profesoras, recibíamos a un teatrólogo para un taller en la escuela. Él quería conocer nuestro trabajo y colaborar con nosotras. Un encuentro inolvidable. Un trabajo tan placentero que parecía fiesta. Y al final del taller ¡la hora de la merienda!
La hora de la merienda es el intervalo para un tentempié o comida ligera. En las escuelas públicas de Brasil, los niños toman un tentempié diario como complemento alimenticio. Refrigerios simples y nutritivos. En una escuela como aquella donde estábamos, eran deliciosos.
Nuestro dilema: cómo invitar a un teatrólogo internacional, que apenas conocíamos, a una merienda que consistía en frijoles con arroz, un tentempié de escuela pública. Frijoles negros con arroz es lo más simple y básico y al mismo tiempo lo más típico, especialmente en la mesa del carioca. Eva Pereira dos Santos, estrella de la pieza y directora de la escuela, hizo la invitación: “Vamos a comer un feijão amigo Boal”. Él respondió con su sonrisa astuta, aquella sonrisa que se anidaba en las comisuras de sus labios, y con los ojos de niño hambriento: “Unos frijolitos ¿qué loco podría rechazarlos?”
Comiendo frijoles negros de escuela pública, conocí a un ser competente, dinámico, sensible, simpático, accesible, simple y complejo. Muy simple y muy complejo. Tuve el placer de trabajar con él por casi dos décadas en el Centro de Teatro del Oprimido, donde era director artístico, líder político y referencia ideológica por 23 años.
Un ser que sabía apreciar la riqueza de cada momento de la vida, que no se dejaba seducir por el poder, el dinero, el lujo o el confort, a pesar de saber aprovecharlos bien. Podía disfrutar con la misma intensidad de un encuentro internacional o de un taller en una escuela pública de un suburbio carioca. Valoraba tanto el premio “Lucha por la Tierra”, que le otorgó el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra, con la votación directa de los campesinos de todo Brasil, como la nominación de Embajador Mundial del Teatro, ofrecida por la UNESCO.
Era alguien capaz de apreciar tanto una buena cachaza como un puro whisky escocés, tanto un cafecito fresco en una esquina de Lapa como un buen vino tinto en la mesa de su casa, un sándwich de pan con queso en CTO como una buena cocina francesa. Un ser que sabía la diferencia entre las cosas, sabía que era preciso relativizar para entender, para apreciar y para vivir. Sabía que las diferencias guardan riquezas y son posibilidades de saber.
En los últimos tiempos insistía: lo infinito se expande universo afuera y cuerpo adentro. Es preciso buscar, saber de lo macro y también de lo micro y de la relación entre ambos.
Un ser que sabía de la imposibilidad del saber y apreciaba la búsqueda infinita de saber estando abierto a aprender. Aprendía con el bebé de la vecina, observando su gesto de entender al mundo. Aprendía con el Hamilton, músico y paciente de salud mental, intentando comprender por qué la música era el mejor remedio para su cabeza. Aprendía de forma insaciable, escuchando, estudiando, observando. Y cuando hablaba, siempre preguntaba: “¿Me están entendiendo? ¿Está claro lo que estoy tratando de decir?” No preguntaba por preguntar, preguntaba para entender.
¿Qué habría llevado a ese ser a aquella escuela de un suburbio para trabajar con profesoras que no podían pagarle un taxi? Tal vez el hecho de que ellas estaban cuestionando un sistema de enseñanza basada en principios arcaicos al servicio de una pedagogía opresora. Quiso cooperar con aquellas profesoras porque ellas buscaban, de forma colectiva, la transformación de una realidad injusta y opresiva.
Salió de su casa y fue a la escuela del suburbio por el mismo motivo que fue al asentamiento de los trabajadores rurales sin tierra, a la ocupación urbana, al sindicato, a la asociación de colonos, a la favela, a la universidad, al presidio, al hospital psiquiátrico y a muchos otros lugares donde había gente decidida a luchar ética y estéticamente.
No era un hombre de caridad. Creía en la solidaridad. Cooperar con quien estuviese dispuesto a luchar, no con quien estuviera esperando la gracia divina. Cooperar con quien estuviese abierto para intercambiar, aprender, enseñar y multiplicar conocimientos y estrategias de forma solidaria.
Era vanidoso, le gustaba ser admirado, pero no endiosado. Le gustaba ser acompañado, pero no seguido. Le gustaba convencer sin imponer. Apreciaba las voces de comprensión, pero no tenía paciencia para escuchar ecos. Era exigente, disciplinado, geniudo, genial, tierno, emotivo, coherente y comprometido. Simple y complejo. Antiguo y moderno. Simultáneamente de un tiempo en que la palabra dicha tenía el valor de un contrato y de un tiempo en que todo lo que es sólido se derrumba en el aire. Contemporáneo hasta el último hilo de su vasta cabellera.
El homenaje que se le puede hacer a este hombre es utilizar su legado para humanizar a la humanidad; para la revuelta de la oprimida y del oprimido y no para su adaptación; para la apropiación de los medios de producción cultural y no para el aprisionamiento o el consumo; para revelar la estructura del conflicto y no para pacificarlo en la ignorancia; para estimular la acción que exige y construye el cambio y no la espera de ser favorecidos, para ayudar a abrir los ojos y no para cegar con subterfugios disfrazados de soluciones.
Homenajear a Augusto Boal es entender que el Teatro del Oprimido es del oprimido y la oprimida y debe ser hecho por la oprimida y el oprimido. No debe, en ningún caso, servir, beneficiar o apoyar al sistema que oprime, explota, controla y manipula, procurando la acumulación para pocos y pocas costa del despojo de muchos y muchas.
Homenajear a Boal es tarea simple y al mismo tiempo compleja.
Traduccíon: Lala Fernández
No comments:
Post a Comment